El impuesto a la carne, un escenario posible contra un lobby poderoso

El impuesto a la carne

Organismos internacionales reconocen que la ganadería es uno de los sectores causantes del cambio climático y de las emisiones de gases de efecto invernadero. En algunos países del mundo, incluido España, se han llegado a hacer intentos para promocionar la reducción del consumo de carne y aumentar el consumo de vegetales.

Pero el lobby cárnico es demasiado fuerte como para que un Gobierno pueda desmantelarlo de un día para otro. El avance hacia dietas basadas en plantas será un proceso muy paulatino, a pesar de la emergencia climática que exige medidas urgentes. Una de las soluciones de las que más se ha hablado, y que incluso despierta cierto temor entre los ganaderos aunque no se ha puesto en marcha, es el impuesto a la carne. Mientras esto se debate, la ganadería continúa recibiendo generosas subvenciones.

En los últimos 50 años, hemos criado a 25 millones de rumiantes más cada año de media (más de dos millones al mes), si bien lo que el planeta necesita es todo lo contrario: no criar animales considerados de granja para mitigar los efectos del cambio climático. Como la ganadería no será abolida de un día para otro, se entiende que la solución más realista es la reducción de dicha cifra, en lugar de su aumento, que solo obedece a la rentabilidad que permite el sistema actual a los ganaderos.

Por ello, algunos expertos sostienen que una de las formas de incentivar esa reducción (y con ello la disminución de las emisiones y del consumo de productos de origen animal, que tendrían precios más altos) es poner ese impuesto a las prácticas agrícolas y ganaderas de mayor impacto medioambiental, así como impulsar alternativas sostenibles.

Por supuesto, la opinión del sector ganadero es que este debería quedar exento de las políticas de reducción de las emisiones de efecto invernadero, alegando que ello pondría en peligro la seguridad alimentaria. A su vez, las principales empresas cárnicas y lácteas (que también son las más contaminantes) pretenden lavar su imagen poniéndose del lado de las soluciones al cambio climático, publicitándose en anuncios de vacas felices pastando que no existen en ninguna granja y situándose como esenciales en el mundo rural y en la gestión medioambiental.

La realidad difiere mucho de esos anuncios de vacas felices. La mayoría de las granjas son intensivas y en ellas el maltrato animal es la única forma de rentabilizar el negocio. Por su parte, la ganadería extensiva es inviable si lo que se pretende es seguir produciendo en las cifras actuales, y tampoco en ella estaría garantizado el bienestar animal del que presume. Además, este tipo de ganadería, a un nivel mucho más generalizado, sería igual o más dañina que la industrial, e implicaría más deforestación y destrucción de la biodiversidad.

Qué pasa en el mundo

En la Unión Europea, el lobby cárnico ejerce tal presión que es difícil imaginar este escenario en el que los productos cárnicos conlleven impuestos, aunque no imposible. Los gobiernos no solo tendrían que hacer frente a la oposición de los ganaderos, sino también al casi seguro descontento popular que ello provocaría, como la mayoría de los impuestos. La población sigue pensando que la carne es necesaria y que hay que comer de todo, sin olvidarnos que muchas personas, sobre todo hombres, se niegan a renunciar a sabores, a barbacoas, a asados y la costumbre de comer animales, a pesar de que pueden seguir haciéndolo con alternativas vegetales.

En un país como España, una medida de este tipo seguiría dando lugar a frases que ya se han repetido hasta la saciedad aunque nada se asemejan a la realidad, como «nos quieren prohibir el jamón» o «nadie me tiene que decir lo que tengo que comer». Así nos va.

Fuera de la Unión Europea, Nueva Zelanda es el primer país que ha hecho una propuesta para gravar los productos de alimentos con procesos más contaminantes a partir del 2025. Y todo ello en un lugar con una poderosa industria láctea que ha modificado a su antojo ecosistemas autóctonos para convertirlos en pasto para las vacas.

Medidas similares en otros países han logrado su objetivo. Por ejemplo, en Canadá un impuesto sobre la gasolina ha logrado desincentivar el uso de combustibles fósiles; y en Dinamarca, un impuesto existente desde el 2011 sobre las grasas saturadas ya ha disminuido el consumo de carne, si bien el revuelo político que esta iniciativa creó fue enorme.

Un estudio de la Universidad de Oxford sugiere que un impuesto sobre la carne en los países occidentales aumentaría entre un 20% y un 60% su precio, dependiendo del tipo de producto cárnico del que se trate.

Por ende, la población optaría por comprar alimentos más baratos, es decir, aquellos cuya producción implica menos emisiones. Podríamos estar ante el ansiado y temido para otros escenario de la sustitución de la carne por legumbres o acercarnos un poco más a la ya casi desaparecida pero todavía en boca de muchos dieta mediterránea.

Y ya puestos, podríamos no olvidarnos de los peces y tenerlos en cuenta en este posible impuesto, ya que la producción de pescado también es enormemente destructiva en los ecosistemas acuáticos.

Pero sobre todo, podríamos tener en cuenta que los animales no humanos no están para nuestro disfrute, ni para proporcionarnos el placer de un sabor, ni para hacer negocio con ellos. Aunque la producción de carne, lácteos, huevos o pescado estuviera exenta de consecuencias medioambientales, no tendríamos derecho a utilizar y explotar a los demás animales.

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